Por José Sanfuentes, Rector de IP Arcos y Consejero de Vertebral
La crisis sanitaria producida por el virus que causa el Covid-19 ha traído insospechadas consecuencias en la educación, en todo el planeta. En Chile, un millón doscientos mil estudiantes de educación superior (universidades, institutos profesionales o centros técnicos), están realizando una proeza: mantener sus procesos de aprendizaje y cultivar comunidad sin asistir al campus. Han debido constituir su existencia como estudiantes, aprender sus profesiones y socializarse, a través de la pantalla.
Si bien, la educación online impartida en este período de excepción -en general- ha tenido una buena calidad, ya está presente la nostalgia por la presencialidad, tanto de docentes como de estudiantes. Es tiempo de reflexionar, alertas a que nuestra educación pospandemia tenga rastros de que algo aprendimos.
El aprendizaje online tiene sus singularidades, que obligan a innovaciones en metodologías e instrumentos y plantea desafíos inéditos a la vida comunitaria, sobre todo considerando el hecho que en la educación superior se modela buena parte del futuro profesional y social de los jóvenes.
Tanto respecto del proceso formativo como de la convivencia, todavía el sistema está en plena experimentación, la cual ha debido desarrollarse abruptamente y en condiciones anormales de cuarentena, es decir, de reclusión y relacionamiento a distancia. Y para el análisis es preciso distinguir el fenómeno de la educación híbrida (presencial y online) con las peculiares condiciones que han “teñido” la educación online debido a la pandemia. Cabe subrayar que un cierto agobio circundante puede tener más que ver con este fenómeno y que, más adelante, con la apertura poscuarentena, se alcancen nuevos equilibrios.
Y es que 2020, probablemente, será sindicado como el año de un giro notable en la educación. Las inequidades del sistema, aún pendientes de resolver, quedaron más a la vista; a la vez que se consolidó definitivamente la política de la gratuidad y la responsabilidad ineludible del Estado para una educación de calidad para niños y jóvenes. Vale la pena también poner atención a nuevos desafíos educacionales que han emergido de la propia experiencia en estos meses de pandemia. Tanto se han reafirmado tendencias innovadoras que cursaban tímidas como han aparecido nuevas preguntas acerca de la educación del futuro.
Una de las tendencias, a mi juicio relevante, es lo que algunos denominan “el aula invertida”. Hasta ahora se pasaba “materia” en la sala de clases y se enviaban las “tareas” para la casa. La revolución consiste en hacerlo al revés: las “materias” se aprenden en la casa (en pantalla) y las “tareas” se hacen en los recintos educacionales, en intensa interacción. “Educar es transformar” se ha convertido en el mantra de muchas instituciones de educación. Por fin caduca aquello de que el sistema educativo entrega información que luego el aprendiz pone en práctica. Ya no se valora tanto el “saber qué” por sobre el “saber cómo”. Todo saber es hacer, nos ha legado Humberto Maturana hace ya 36 años.
Tal tendencia se relaciona estrechamente con otra: la “educación basada en proyectos”. Ya hay experiencia acumulada en relación a dar centralidad, cada semestre, a algún taller conductor del proceso formativo. Este taller central, que ocupa tiempos y espacios más generosos del currículo, tiene entre sus características la producción de una “obra”, sea artística, narrativa o científica, a la cual tributan el resto de las asignaturas. Se producen así “bienes” o haceres profesionales progresivamente complejos, como también se experimenta la solución de problemas trabajando en equipo; en definitiva, el aprendizaje sucede con sentido de proyecto, como en la vida, que a la vez crea y transforma realidades, tanto como a su propio protagonista.
Fuente: El Dínamo